Día de lavado
Me había resistido durante semanas a hacerlo, pero las sábanas ya despedían un olor reseco y perdieron su textura natural de la ropa limpia: la frescura y el perfume del suavizante que se transforma con la tela bien doblada en el closet.
Es día de lavado.
No las había quitado desde la última vez que vino. Lo sentía como una especie de superstición. Si las dejaba puestas nada tendría que cambiar, todo se quedaría allí quieto, siguiendo el rumbo deseado.
Si lavaba las sábanas lavaría también el único rastro de nuestras pocas mañanas juntos. Los juegos con las manos y los dedos de los pies, la carrera hipnótica y sedante de hacer el amor, las risas, nuestro lenguaje mínimo y las miradas profundas que anteceden al impulso bestial de comernos de nuevo.
Supongo que la superstición es una prueba de que algo sí se estaba terminando.
Nuestros días de gloria ahora ya me parecían lejanos, como si me hubiera gastado la buena fortuna y se me estuviera desvaneciendo . Así pasa con el enamoramiento: los primeros días intensos luego menguan hasta convertirse en hologramas borrosos, en reflejos que animan los nuevos encuentros mucho más sosegados, breves, descoloridos. Hasta que pasa demasiado tiempo y demasiado cosas intermedias que hacen vacías las explicaciones e insalvable la distancia. La vuelven incluso justa.
Los que saben se lo achacan a sustancias que nacen, crecen, se reproducen y mueren en el cerebro en cuestión de días.
Lo sé.
Pero nunca puedo vivir ese tránsito con calma. No soy sabia en cuestiones de la euforia. Yo siempre quiero que duren más y languidezco al mismo tiempo que las ganas: me parece que las mías son más largas y sólidas y las del otro, por mí, endebles. Lo miro con reproche, persigo ese ocaso con amargura. Lo vigilo porque lo siento como una previsión. Como un cuidado que en el fondo solo hace mucho más profunda la herida.
Estoy condenada a que las profecías no dichas se me cumplan.
Cada vez que quiero a alguien asumo con pesar que estoy comenzando el camino hacia el final.
Siguiendo esa lógica absurda, por supuesto, si uno cuando comienza a querer comienza también un camino, obviamente este camino puede ser largo. Pero no me importa, soy pesimista y ave de mal agüero. Siempre voy pensando en el final y en este caso no podía engañarme: sabía que sería corto y acepté gustosa de todos modos.
Lo prolongué en mi cabeza lo más que pude pero esta mañana, otra mañana sin él ni sombra de él, me desperté y arranqué las sábanas emulando la prisa con la que se viste cuando se hace más de tarde.
Puse el punto y seguido pues: si se acabó o no se acabó ¿qué más da que haga la lavandería?
El tiempo se había quedado suspendido cuando estábamos juntos mientras el resto de mi vida acumulaba nuevos días, nuevos proyectos, nuevas historias, nuevas pilas de ropa sucia que no quería afrontar: quería que siguiera pareciendo poco sin vernos pero la realidad es más cabrona y en ciertas relaciones, ustedes entienden, cada día en silencio es más significativo que el anterior.
Miré absorta la lavadora correr, hipnotizada por el proceso. Tirar el agua, hacer espuma, batirlo todo y dejando esa agua llena de su semen, mi lubricación, el sudor, el agua que bebimos y hasta mi sangre, ya secos, irse al drenaje.
¿Qué piensas? ¿Me extrañas? ¿Quieres verme? ¿Esto también es importante para ti?
Cero respuestas.
O la única que importa.
Qué desmadre se hace en la vida de una a nombre del orgullo. Qué disfuncionales nos vuelve el abandono. Pobres.
Me reprocho las sábanas sucias: parece mentira que apenas hace unos días me sentí tan absolutamente dentro del país de la ternura y el deseo: enriquecida, tocando el cielo llena de abundancia y de placer y que ahora frente al absurdo vacío me siento torpe, ingenua, sin ganas. Abandonada. Constantemente abandonada. Siempre en abandono.
Escucho el timbre de la lavadora y corro al olor nuevo y brillante del detergente y entonces nada, tiendo las sábanas y las dejo bailar en el aire de una nueva estación y pienso: si se quiere largar que se largue, si no quiere venir, que no venga.
Y las dejo ahí, secarse en el lazo para que queden listas para la acción.
Pero cuando se escuchan a lo lejos los comienzos de la lluvia, me muerdo las uñas y fumo cigarros y pienso en que cuando venga la mañana voy a cerrar los ojos y voy a recordar exacta la suavidad de su lengua, el peso de su cuerpo junto al mío en mi pobre cama, su sonrisa mientras dormitamos en medio de la marejada que es estar juntos y lo voy a extrañar, profundamente, por unos días hasta que se nos olvide y nos bloqueemos y cuando nos encontremos hagamos como si nada, miremos a otra parte como si no nos hubiéramos conocido así todo.
O hasta que llame esta noche y comparta conmigo el olor de las sábanas limpias que ensuciaremos fluyendo profusamente mañana.